miércoles, 29 de marzo de 2017

Sobre "El cielo una sola vez", de Dolores Etchecopar.

Poesía que no es de este mundo



Dolores Etchecopar, poeta nacida en 1956, considera a la poesía como una experiencia espiritual, al menos eso me dijo en un café de Scalabrini Ortiz y Santa Fe. Su nuevo libro (dicen las buenas lenguas que es el libro de poesía del año) “El cielo  una sola vez”, escrito entre el 2010/2016 y editado por el sello Hilos, da cuenta de ello.
Las heridas están expuestas y la voluntad se transforma en un rezo que sólo la naturaleza puede atender. Hay una conexión especial con lo que la rodea (como cuando un caballo “bendice el aire”), además de una contemplación y una percepción agudizadas.
Pareciera que los poemas comulgan con el entorno. En esa comunión, por supuesto, hay belleza: un texto es mejor que el otro. Hablar bellamente es mirar con amor (“tu percibes cuando las cosas/que usamos para vivir y para reunirnos/ dan un paso secreto hacia la belleza”).
Además, éstos son poemas que traen las cosas de la muerte a las cosas de la vida (“doy a luz un vacío donde rezar”), que definen con palabras que no son de este mundo (“la respiración alcanza a mover las páginas/de otro mundo”) las cosas humanas del mundo: la muerte o la tristeza, por ejemplo.
Si en Marosa di Giorgio la naturaleza es eminentemente sexual, en Dolores Etchecopar es inequívocamente espiritual (no hay sinónimo para reemplazar la exactitud de este grafema).  
Las palabras se alimentan del abismo, de la luz a través de un hueco del muro que divida la muerte de la vida, lo dicho de lo no dicho. Parecen ubicarse en el medio de un contrapunto (“con hilo negro cosió el ojo que no duerme/al ojo que me ve”),  que no es otra cosa que lo que da ritmo al mundo, su motor. La idea de la herencia y del cambio están asociadas a la vida y a la muerte (no a la coyuntura política, claro está). La herencia está en lo no dicho (“la tierra tiene un secreto” ; “callar es la lengua que heredamos”; “tarde me vi nacer/y era de un vocabulario que enviaban los muertos”).
Todo lo definitivo cambia y los seres humanos nos volvemos forasteros de nuestras propias ceremonias. El orden se trastoca y hasta las sinécdoques quedan invertidas. Los que estamos vivos envejecemos y morimos en un mundo donde ya otros envejecieron y murieron (“has venido a vivir dijeron/ y todo había concluido”). Todo es flujo, es devenir, es proceso. La poeta no se resiste a esta realidad, se entrega (“tu amor es el que me fue dado” ; “cada vez el amor llega con esa pendiente/al libro que se abre y pide/que deje afuera las armas”).
De esta manera, tampoco pierde el contacto con la naturaleza interior, es decir, con los sentimientos (la muerte del padre, la distancia con la hermana, la experiencia con el amado, el nacimiento de su segunda hija). Por el contrario, los acepta.
Cuando, en un principio, abrí las páginas de El cielo una sola vez, quise intelectualizar la lectura. No funcionó.  Lo que sí funcionó fue dejarse llevar. A eso los invito.

Publicado originalmente en Revista La Guacha. Año 19. Diciembre 2016.