viernes, 14 de marzo de 2014

"Puerta corta fuego", POEMA INÉDITO DEL JOVEN POETA ARGENTINO JUAN PABLO BERTAZZA

Puerta corta fuego 

como un florero espera
en penitencia
muro que abre en dos
el agua
que escaseaba
para apagar tanto fuego  
la apuesta
espiar por una mínima
ventana empañada
nada
del otro lado
y cruzar (sin embargo)
la alarma 
la puerta
corta fuego
--pivotante abatible corredera
guillotina enrollable--

cuando pasa la temperatura
pero no pasa la llama
abre el paracaídas de las almas
en pena
habrá tareas de mantenimiento:
controlar que cierre
(por ejemplo)
completamente la puerta
al soltarla
y que siga adherido
el burlete
termoexpandente
todo pasa
todo llega
símbolos del vamos
se ven sólo si rebalsan
¿la salida siempre estuvo ahí?
la salida oximoron de huir
oxígeno que calma
una puerta contra fuego
para pasar de nivel
en el juego
del incendio
de la vida
Juan Pablo Bertazza nació en 1983. Poeta y periodista. Es conductor en el canal CN23. Colabora en el suplemento Radar y es coguionista del espectáculo Los animados diálogos del espacio y el tiempo, presentado en el Planetario. Fue incluido en la antología de la revista belga L´Arbre á paroles, y publicó en El Jabalí, La Pecera y Ping-Pong. Ha recitado en el programa Lecturio de Canal à y en el VIII Festival Internacional de Poesía, en Buenos Aires.

miércoles, 5 de marzo de 2014

DANZAR LA PROSA, de mi pana Rafael Toriz



La prosa se precipita hacia su propia destrucción


Michel Tournier



Hablar de la presencia es hablar de la voz: puro espectro que puebla con su ausencia. Ensayar, transcurrir discurriendo, es el arte del diálogo, la calidez de la plática. El ensayo verdadero –lo supo Platón– es una escritura a medio camino entre el teatro y la filosofía: un lugar para fantasmas.
Es la conversación la forma líquida del ensayo.
El ensayo es también el fuego, luz devoradora que expande y multiplica, con palabras como ideas, las cenizas del lenguaje.
Y por eso es un arte mayor, porque al igual que la prosa profunda sabe que no durará: el ensayo –en esencia– sólo existe y permanece en su actualización, el instante del latido y el parpadeo.
Todo ensayo, para serlo, es la sólida expresión de un pensamiento finito, sincopada luciérnaga en el campo de la noche.
Todo ensayo decoroso no aspira sino a su propia destrucción: una consciencia que colapsa en su reflejo.
Es preciso remarcarlo: la prosa tiene un origen humilde, mundano, prosaico; es pura experimentación, tanteo, levedad y sugerencia; nace en la soledad del hombre que se interroga en monólogo silente.
La poesía, por el contrario, cuenta con padrinos celestes, dioses y diablos guardianes que custodian su legado y aseguran la permanencia: Mnemosyne aguarda entre la rima y el verso, en la música de la palabra que marca su huella y sedimento.
El ensayo asume su condición pasajera: ruta de tránsito entre el pensamiento y lo pensado (escribir ensayo es tender puentes entre el pantano y la ribera).
Se escribe ensayo desde el margen, en las orillas que se presienten pero se desconocen.
Se escribe ensayo porque la vida es cuestión de gusto y vulgar la circunstancia.
Pero sobre todo, se escribe ensayo para incendiar la angustia y porque es lo único que (me) queda cuando ya te has ido.

Rafael Toriz (Xalapa, 1983) es ensayista y narrador. Obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Carlos Fuentes en 2004. Ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas (2003-2004) y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (2006-2007). Ha publicado el bestiario Animalia (Universidad de Guanajuato, 2008) con litografías de Édgar Cano. Vivió unos meses en Buenos Aires, dejando una huella imborrable entre sus amigos, artistas argentinos.

martes, 4 de marzo de 2014

UN POEMA, VARIOS POEMAS... ACA UN HALLAZGO INEDITO DE JORGE ESTEBAN MUSSOLINI

EL NAVÍO

Ya casi sin arboladura y con la crujía desgañitada,
a duras penas se adentra en un Atlántico hostil
que parece divertirse con la posibilidad de su zozobra.
Tras el viento gris de la tormenta, recuerda al fantasma errabundo
de un viejo galeón que salió airoso de Lepanto.
Aunque en realidad el Santa Elena, tal es su nombre,
supo ser, en sus días de gloria, un formidable navío de
setenta y cuatro cañones, imbatible incluso en la desastrosa
campaña de cabo Trafalgar, donde España, imperial, orgullosa e inmensa,
 se perdió a sí misma por siempre y para siempre.

Hoy el buque es una verdadera ruina.
Ha sido mercantilizado y vendido a una joven Nación.
La inmensa soledad de la Santa Bárbara rebalsa ahora
de carne rancia, de lino y del mercurio indispensable
para arrancar la poca plata que aún mezquina Potosí.
Las troneras han sido selladas y clausuradas por inútiles,
pues el viejo guerrero se ha vuelto animal de carga,
más noble aunque menos gallardo,
 más lento pero más reposado,
 más viejo y bajo constante amenaza de naufragio.

EL CAPITÁN

Es un hombre gris, lluvioso y gris y de pelo entrecano.
Sus ojos, alguna vez bravos, hoy se asombran sin asombro
 en mar adentro pues ya lo ha visto todo.
Nunca sonríe; el sol para él es siempre sol poniente.
La tripulación le teme;
Están convencidos e inmersos en la superstición
de que hundirá el barco para morirse con él.
Ha anotado la latitud en el cuaderno de bitácora
y una aclaración marginal: “Tarde. Rumbo Sur.
 Nos adentramos a la tempestad”.

RECUERDO DE LOS PUERTOS

Recostado en el catre recuerda y no duerme.
Recorre con la vista las podridas maderas del alcázar y musita en silencio:
“Todos los puertos son iguales. Huelen a rancio,
a ron, a desencuentro.
Cada hombre de mar tiene mil historias,
pero son, en realidad, la misma mil veces contada.
Los mismos mares y los mismos puertos.
Las mismas mujeres por la misma paga...
Todos ríen con sus dientes perforados...
Todos beben el mismo ron como si fuera vino de última cena”.

“La tregua del hombre de mar, pensó el marino;
el puerto es el único lugar de tierra firme que nos es dado pisar,
el único lugar donde el cuerpo sigue mareado al compás
del vino adúltero o del ron de las Antillas.
La armonía entre el mar y lo que no lo es,
el recuerdo del océano fuera de la cubierta.
Más allá de los límites del puerto y tierra adentro
sólo puede haber monstruos apocalípticos
como la mujer amada, su perfume
Y el recuerdo de su perfume.”

LA BORRASCA, CABO DE HORNOS

El quejido del viento es como la voz del Apocalipsis;
el oleaje, como el conjuro de Moisés
y mil relámpagos iluminan el mar de las diez de la noche.
La voz del vigía pone fin al letargo insomne del capitán:
“Borrasca, señor, borrasca en el cabo de Hornos”,
dijo aterrado previendo la muerte.
Cubierto de capote y una vieja gorra  ballenera,
Entre dormido y ebrio se le vio caminar balbuceante
desde el pasamanos hasta el palo del trinquete, 
donde, atado, se siente a salvo de la tempestad.

Lejos del timón y amarrado al palo del trinquete, tiene la apariencia de un
loco o de un borracho que se ha dejado abrumar por los recuerdos de toda la vida.
Recuerdos que son siempre el mismo:
El de la mujer amada, el de su perfume y el recuerdo de su perfume y
el del tedio de una vida malograda en los mares.
“Marzo y tempestad en el Cabo de Hornos
 y el capitán amarrado en el trinquete”,
gritó el timonel haciéndose cargo del barco.
Todos hacen lo que pueden menos desamarrarlo,
pues la lucha no es pareja entre el hombre y el mar más peligroso del mundo.

EL MAR DE LA TRANQUILIDAD

La soledad amanece en el Pacífico sur.
Amanece tranquila y resplandeciente.
Contrasta con el cascarón maltrecho del Santa Elena,
nave irremediablemente perdida en su último tornaviaje.
La borrasca es ahora el recuerdo vago de un naufragio fallido.
Lo que ha quedado de la tripulación interroga al timonel.
Preguntan por un milagro; él les mira sin responder,
no sabe qué decir y no sale de su asombro:
“Nos salvamos, piensa,
carajo, nos salvamos”.

Y amarrado al palo del trinquete estaba Cristo.
Más odiado que temido pero era el capitán.
Decidieron darle una sepultura digna,
devolverlo a las aguas que lo vieron perecer.
Nadie contaba con que aún estuviera moribundo.
Lo desamarraron y lo dejaron yacente en la cubierta.
Balbucea algo, la tripulación le escucha:
“El Santa Elena, dijo ya casi sin voz y ahora sí al borde de la muerte,
el Santa Elena fue y será por siempre una nave hermosa.
Que lo sepan los reyes, las reinas y los cuatro puntos cardinales”.
 




Octubre de 2005


Jorge Esteban Mussolini nació en Río Cuarto, Córdoba, un 26 de octubre de 1973. Recuerda una infancia muy feliz y una juventud desperdiciada sobre la que no desea dar detalles. Descubrió la literatura de una manera casi accidental a los veinte o a los veintiún años y se enamoró de ella principalmente como lector.

Se siente identificado fundamentalmente con los escritores del Boom latinoamericano por quienes guarda una a dmiración casi demencial.Su obra es muy modesta y está compuesta principalmente de borradores sin terminar. Su primer cuento fue publicado en el año 2003 en la muy mexicana ciudad de Puebla de los Ángeles en una revista llamada Renacimiento gracias a la buena voluntad de dos poblanos que aprecia mucho: el Profesor Librado Agustín Ramírez y la Profesora Araceli Castillo Contreras. Con estos dos grandes maestros ha contraído una deuda enorme que no sabe si va a poder pagar algún día. En el año 2007 gana el tercer premio en narrativa del primer concurso provincial organizado por Editorial Cartografías. Actualmente es colaborador de la misma y se encuentra preparando una serie de relatos que tal vez salgan a la luz este año