martes, 14 de noviembre de 2006

ejercicio dos (con copyright)

-Luuuuuuuuuuuuuuuuuuuu
Todos los nombres pedían convertirse en otro nombre. Lucas en Luz, Peggy Sue en Sueño, Darío en Dar ío, Ramón en Ra- Amón y la damajuana. Podía cambiar de nombre cuanto quisiera, aún afiambrada por el D.N.I.
Yo era una hermafrodita que volaba sobre los peines ordenados del invierno. La fiebre daba un mordisco al corazón, como los nombres simples, que no podía cambiar.
-Juaniiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii
Juani era Juani. Sólo se me ocurría algún chiste, acorralada por el alambique de Alan Mills. Me gustaba redimir mi amarillez en penes grandes y negros que clavaban el cuchillo blanco por la espalda, que arruinaban carreras consagradas de antemano tendiendo el puente desvencijado de la desolación. Los recitales y las canchas de fútbol fueron descubiertos tardíamente, cuando necesitaba de un escolta para poder asistir. La audiencia no, pero la audacia sí que se había retirado, empujada por el viento, livianamente, de un tirón. Como las tetas altas y la piel sin estrías. Como los quince años y como cualquier ilusión. Como el sexo – sexo- sexo. Estaba distraída licuando la fruta junto a la mantequilla de maní. No podía imaginar mi pasado, no podía avanzar. Era un tornillo encastrado en la puerta deformada de una heladera. El agua había penetrado mi madera, estaba hinchada de sed y de nostalgia. Sin embargo, algún lado de mí volaba.
-¡Boluda! -Me dijiste. Y entonces pensé que mi mejor despedida solitaria sería enterrar mis cenizas en la tercera dimensión de la sudestada o en una lápida horizontal, mezclada con el piso, como los recuerdos. No me mirabas, creías verme. Yo intentaba creer que lo que creías era lo que yo creía, tan distraída andaba. Cuanto más alto me llevabas, más lejos de mí estaba. Ayer me insultaste, como tantas veces, y el viento desató las hojas que quedaban entre los peines, el remolino amarillo levantó mi teta larga hasta mi cara y un pezón rosadito me golpeó el ojo izquierdo. No sabía quién había sido Marosa Di Giorgio, pero eran sus guiñadas las que me volaban. Sobre los peines amarillos, o sobre los peines cuando estaban blandos por el barro. Una arañita trapecista se colgó de la red, saltó y se dejó llevar hasta agarrarse de un pelo de mi trasero achatado por la décima de cuerpos que me aplastó sin cesar en la tradicional posición horizontal mientras yo me hundía en una laguna de pis. Era demasiado, el ácido, el dolor, el olor. Asqueaba y quería más.

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