martes, 26 de septiembre de 2006

MURIÓ PAOLA KAUFMANN


Era de esas personas a las que la naturaleza divina les habían dado todo: belleza, inteligencia, humor -como dice Abelardo Castillo, su maestro-. Lo supo aprovechar muy bien. Paola Kaufmann "estaba destinada a ser una de las grandes escritoras argentinas" (A.C. dixit), pero murió demasiado pronto. Tenía 37 años y tres libros publicados, todos premiados. El campo del golf del diablo por el Fondo Nacional de las Artes, La Hermana por el Casa de las Américas, y El lago por Planeta. Por si fuera poco, se había graduado de neurobiologa en la UBA y había partido a Estado Unidos en busca de su doctorado. Volvió para trabajar en la Universidad de Quilmes y como investigadora del Conicet. Tenía treinta y siete años y sentía que las fotos periodísticas le robaban el alma (sólo se la dejaba robar por su pareja, y Clarín hizo lo suyo, justamente porque nunca pide permiso), fantaseaba hace pocos años con dejar todo y sólo dedicarse a escribir. Logró el equilibro y lo logró todo. Nada era demasiado pero todo sí era demasiado para ese dios atorrante que nos la llevó antes de tiempo. Envidioso. Insensible. Injusto.

Les dejo, sin editar -es la última vez que la haré hablar, prefiero que sea tal cual lo hizo-, la entrevista que le hice por su novela La Hermana (biografía novelada de Emily Dikinson y su hermana Lavinia, que fue la que rescató su obra. Fue publicada en Lea con el título "Seducida por un secreto a voces". Editada. Claro.


La hermana, ¿es una novela sobre Emily o sobre Lavinia o sobre Emily desde Lavinia?
Es un poco las dos cosas. Después de leer mucho sobre la vida de Emily D. hay dos cosas:la imagen, lo que significa ED, y su vida. Es un personaje muy rígido, muy estático, es una leyenda. Si vos te pones a buscar información sobre quien fue E.D. vas a encontrar más o menos en todos lados lo mismo: una poeta del siglo XIX que siempre se vestía de blanco, que estaba un poco loca, quizás un poco enferma, siempre encerrada en su casa -nunca se movió de ahí-, que nunca se casó, que nunca tuvo hijos. Los últimos quince años de su vida se dedicó a hacer tortas y panes y después se murió... Pero resulta que esta mujer escribió, entremedio de toda esta vida que nos parece de nada, casi dos mil poemas y otras tantas cartas que son una preciosura. La vida de ese mito, de ese personaje que es un personaje que le arma la propia literatura, es una vida que se puede contar en una página. No le pasó nada. Esencialmente, después de leer mucho sobre su vida, sobre y ensayos y tesis y la poesía misma y cartas y testimonios de la época, etc., mi sensación fue una cosa como casi física. Es como que, aparte del personaje, del mito, de la leyenda, yo veía a la persona, yo veía a ED, a la mujer digamos, a la mujer como con relieve. La miras con la vista periférica, como cuando detectas un auto, ves que se acerca. Más que el objeto detectas el movimiento, esa vitalidad. Esa mujer con relieve, en realidad, para mi, era una especie de loca linda, una mina muy rebelde, muy personal, extremadamente lúcida, con un sentido del humor enorme. Pero uno la ve por acá, siempre alrededor, siempre lejos, a un costado. Cuando uno la trata de poner en el foco, track, se endurece otra vez y queda esa mujer lánguida, enferma un poco loca, fóbica, encerrada siempre, a la que no le paso nada.

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sábado, 9 de septiembre de 2006

¿Un poeta puede dejar de ser poeta?

El otro día suprimí un comentario de un Anónimo que creía que el texto sobre "poesía marginal" lo había escrito yo, que no se había percatado en mi título que ese texto para mí también era una pavada. Ahora le hago honor a él, para que pueda criticarme con justeza. Esto sí lo escribí yo. Hace años que no escribo poesía y trato de obligarme con ejercicios como este (es un fragmento de tres). ¿Puede un poeta dejar de ser poeta? Estoy perdida. Ni de Amanda Berenguer puedo hablar. Tengo un pañuelo amordazando mi garganta. Ahí va:

Era una hermafrodita que volaba sobre los peines ordenados del invierno. Los velámenes míos caían desplegados sobre las ramas de las tipas desnudas/ ramificadas que habían disfrazado su raquitismo con flores amarillas que finalmente fueron reubicadas por el viento sobre los peines negros camuflados con barro. Un apagón y fueron amarillos, un apagón y ya estaba volando sobre los peines. Había cambiado los mocasines por ojotas, la gente moría de frío todo el año. Tardaba en aparecer la luz del día. Los pájaros habían desaparecido como los dinosaurios. No cantaba nadie y yo no tenía voz para cantar. Pero cantaba, silenciosamente, ramificadamente, en mi interior. Fallecía la niña, nacía la muerte y la traición. Ya podía llamarme mujer. Él fingía que Rosario había sido mi primer amor, que un minuto era una hora, que yo bebía de su desolación. Ahora era yo la que rompía los vasos sobre los recuerdos que había desparramado por el piso con tal de vengarme. Otro me llamaba a susurros aullados por las ánimas:
-Peggy Sueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee
Rápidamente me cambiaba el nombre para complacerlo, desde lejos, sobre un espectro torcaza. Fumaba un porro y veía el sexo floreciendo hacía los penes que habían sido deseados porque sus espíritus me recordaban a algo que no recordaba.
-Sueeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee
Volvía hacía las monjas, las de mi crueldad, para convencerme de que mi liberación había sido acertada. Ellas iluminaron el moretón que habían ahuellado las cadenas sobre la boca. Lloré comiendo. Vomité llanto, desesperación.

(fin parte uno del ejercicio)