jueves, 25 de mayo de 2006

MIENTRAS CALENTAMOS MOTORES PARA EL MUNDIAL, UN CUENTO DE EXALTACIÓN FUTBOLERA RECIÉN SALIDO DEL HORNO DE MARCELO GUERRIERI




Anécdotas de la 9 de Julio: Prólogo

El rumor sobre la transmisión de la final del campeonato del mundo en pantalla gigante, empezó a circular unos pocos días antes del encuentro. Y aunque los historiadores no se ponen de acuerdo acerca del origen del malentendido, la mayoría coincide en que la idea empezó a cobrar fuerza alrededor del lunes. Algunos hablan de envidia, incluso de plagio a la idea de los brasileros. Pero yo me inclino por las palabras de uno de los más serios revisionistas de los acontecimientos de la 9 de Julio: “No hubo premeditación alguna. Durante una conversación entre compañeros de trabajo, en una oficina, en un bar, el rumor se expande como un reguero de pólvora; porque el fallido encarna, sin saberlo, la necesidad de todo un pueblo: urgencia por juntarse frente a tanta desconfianza, pobreza y miseria y sálvese quién pueda.”.

Los andariveles de la Avenida, pintados de celeste y blanco, componían una gigantesca bandera que se alargaba desde Constitución hasta Retiro; alfombra de asfalto albiceleste, de casi treinta cuadras, que contagiaba fanatismo y los más exagerados decían: “Puede verse desde la luna”.
Edificios embanderados, cabelleras teñidas con los colores de la selección, autos pintados como banderas y cintas de papel colgando de los árboles. El detalle que coronaba la apoteosis total era un gigantesco sombrero de arlequín celeste y blanco que adornaba la famosa punta del obelisco, con apliques de tela que se curvaban como hojas de palmera.
En el otro rincón del cuadrilátero, una temperatura más condescendiente con lo acalorado del evento esparcía sus vientos tibios sobre la población brasilera. Desde hacía una semana, en la ciudad de Río de Janeiro, se celebraba “O Carnaval do joga bonito”.
Scolas do samba paseaban en peregrinaciones bacanales con legiones de mulatas sacudiéndose al compás de la música. Frenéticas, los cuerpos negros pintados de verde y amarillo o cubiertas por inmensos trajes con lentejuelas de colores. Dos pantallas de cine, instaladas sobre una carroza, avanzaban entre la multitud danzante mostrando goles y jugadas de partidos anteriores. En unos minutos, los miles de hinchas brasileros verían la final del campeonato mundial allí mismo, sin parar de bailar, sudando cerveza, saltando al ritmo de los tambores endiablados.
¡Toda una tribu lista para salir a la guerra!

El sábado en cuestión, los hinchas empezaron a llegar desde muy temprano en la mañana. Sentados sobre los baldosones de la Plaza de la República o en banquitos de plástico en torno a las mesitas plegables, se instalaron familias enteras, grupos de amigos, vecinos y curiosos. Los mates ayudaban a aguantar la larga espera y propiciaban la charla entre desconocidos, alimentando la camaradería que exigía el evento.
Hacia el mediodía, ya estaban reunidas unas quinientas personas y un olorcito a asado se mezclaba entre las charlas. En una parrilla improvisada con alambres, un gordo vestido con la remera de la selección, convertido en asador del grupo, cocinaba varios chorizos mientras el humo se elevaba hacia el cielo como queriendo abrazar aquel gorro de arlequín que coronaba la punta inmaculada del obelisco.
Y la gente no paraba de llegar.
A la una de la tarde la aglomeración era tal que la policía tuvo que cortar la circulación en las calles adyacentes. Fue entonces cuando las fuerzas del orden empezaron a preocuparse.
Desde un patrullero, un policía gritaba a través del megáfono: —¡Es un error!, ¡repito!, ¡un error! ¡No se transmitirá ningún partido! ¡Deben despejar la Plaza de inmediato!
“¡Despejame esta!”, fue la ronca contestación del grupo y estallaron las risas y los comentarios chuscos.
Los uniformados intentaron llevarse algunos detenidos y hubo patadas, forcejeos, gritos y arañazos. Al instante llegaron las cámaras de “Crónica TV” y la noticia transmitida por televisión se transformó, sin quererlo, en convocatoria lanzada a todo el país.
El titular de Crónica, sobre su clásico fondo rojo con letras blancas, decía: “¡FIESTA EN LA 9 DE JULIO! LA FINAL se transmitiría en directo en PANTALLA GIGANTE. Fuerzas del orden se oponen. ¡¡¡HAY DETENIDOS!!!”.
Aquí, la coincidencia entre los historiadores es unánime. La noticia fue el detonante de la convocatoria.
Dos horas más tarde ya había más de doscientas mil personas aguardando el comienzo del partido y la bronca iba creciendo ante la ausencia de pantallas. El desconcierto y las rencillas se multiplicaban cada vez que algún policía trataba de explicar la situación.
A eso de las cinco, tras una reunión de gabinete convocada por el presidente con carácter de “emergencia nacional”, el gobierno tomó la decisión de instalar las pantallas.
A pesar de los argumentos encontrados, órdenes y contraórdenes, se optaba por aplacar los ánimos y transformar la bronca creciente en sana alegría futbolera. El horno no estaba para bollos. Sobre todo con los aterradores índices de desempleo, inflación y pobreza agravados por la crisis.
Diez minutos más tarde, dos pantallas inmensas –prestadas por los cines de la calle Lavalle–, avanzaban por Corrientes, colgando de las grúas de los bomberos, meciéndose sobre las cabezas y abriéndose paso entre la algarabía de la multitud.
Las grúas se detuvieron frente al obelisco y allí se colgaron las pantallas; una apuntando hacia Retiro, la otra hacia Constitución.

Visto desde Corrientes, a lo lejos, el obelisco empaquetado entre las dos pantallas, parecía un superpancho gigante cubierto de mayonesa; aunque al encenderse los proyectores, los colores y las formas en movimiento lo imbuyeron de una majestuosidad de gigante viviente. Gulliver que se despereza, rodeado de enanos, con su gorro de apliques que se agitan con el viento.
A las seis menos diez de la tarde el sol teñía el cielo de nubes rojo sangre mientras cuatrocientas mil personas coreaban el himno nacional junto con los jugadores en la pantalla; la alfombra de hinchas cubría la Avenida en ambas direcciones hasta donde llegaba la mirada; hormiguero rugiente, compacto y movedizo.
Un griterío ensordecedor coronó el final del himno. Dentro de los corazones de la multitud, el cielo persistía celeste y blanco, ¡la tierra celeste y blanca!, ¡los cuerpos celeste y blancos!
¡¡¡Vamos que Dios es argentino, carajo!!!

Los equipos ya están listos y primero es un murmullo, surgido de las entrañas de la pampa húmeda, ronroneo de árboles, llanuras y edificios, al que se suma el clamor de los vientos patagónicos y los ecos de la cordillera; llegados desde todos los rincones de la patria, los gritos estallan en un solo grito que atraviesa la selva misionera y se lanza de lleno contra el territorio brasilero. Del otro lado, parece que una tropilla de elefantes atravesara desbocada la selva amazónica; rugido sobre el Mato Grosso taladrando bosques, sumándose a los aullidos del mar, del río y de las aves.
Comienza el partido.

A los cinco minutos, amarilla para el arquero argentino. Cuatro muertos. Uno que se tiró del quinto piso y los otros tres, hinchas brasileros disimulados entre la muchedumbre, delatados por sus gritos de alegría.
En Río de Janeiro bailan las garotas mientras el siete brasilero gambetea en el borde del área grande; pase para el nueve; el defensor que le quiere hacer penal pero no puede; cambio de punta para el siete y chutazo abajo, al lado del palo, donde duermen las arañas.
Apoteosis total.
Abrazos y besos lujuriosos, tambores que repiquetean y taladran muslos y cabezas, montañas de personas festejando, sacrificios de gallos y machos cabríos y un torrente de cerveza y caipirinha que lo inunda todo.
El aire se transforma en un solo grito de gol. Más feroz que el rugido del inicio. Un grito que esta vez no encuentra la resistencia contraria.
Del lado argentino reina un silencio parecido al que debe haber en las galaxias del espacio sideral.
El estruendo del grito de gol brasileño atraviesa las llanuras, las sierras y los bosques y llega, intacto, a la 9 de Julio. Al pasar sobre las cabezas revuelve cabellos, arranca sombreros y va a pegar de lleno contra el gorro del obelisco, levantándolo por el aire como si fuera una bolsita de plástico.

Nos fuimos al descanso un gol abajo y casi al mismo tiempo se escuchó una explosión a lo lejos; el edificio del Ministerio estallaba en una lluvia de fuego y escombros.
Las hordas de hinchas –que hasta ese momento habían permanecido callados, meditabundos ante el resultado adverso– recibieron el estruendo con algarabía y fue entonces cuando empezaron las explosiones de autos e incendios de árboles. Lenguas de fuego se elevaban hacia el crepúsculo, corridas en masa, chapas y escombros llovían sobre el asfalto celeste y blanco; los focos de la Avenida, destellos de un cielo negro sin estrellas, proyectaban su luz difusa sobre la pantalla donde se ofrecía la selección de las mejores jugadas del primer tiempo.
Hasta que llegó lo inevitable. La repetición del gol de Brasil.
Mientras el delantero le pegaba a la pelota mandándola al fondo de la red por cuarta vez, un exaltado revoleó una bomba de brea sobre la imagen. La ocurrencia, que había sido recibida en un principio con gritos de aprobación, culminó con una masiva aporreada contra el desubicado, propiciada por los del lado que daba hacia Retiro, que iban a tener que aguantarse el resto del encuentro con un agujero negro en el centro de la pantalla.
El manchón se había esparcido hacia abajo y ya había tomado la forma de una gigantesca lágrima oscura cuando gran parte de la gente empezó a emigrar en masa hacia la otra pantalla. Hubo amontonamientos y peleas hasta que el árbitro marcó el comienzo del segundo tiempo y cada cual se quedó donde estaba, petrificado, en el lugar que el destino le había asignado.
Una humareda negruzca llenaba el aire y el cielo, aliento de dragón enfurecido, era una mezcla de sirenas de bomberos, chiflidos y el aspavientos de los helicópteros militares que sobrevolaban la zona.

En Brasil sigue la fiesta y la algarabía sostenida durante el entretiempo recibe el comienzo del segundo acto con un nuevo clamor de victoria. El rugido atraviesa nuevamente la distancia y esta vez el gorro del obelisco se desploma sobre las cabezas. Las scolas do samba se sacuden sin cesar. Torrentes de cerveza bajan burbujeantes por las laderas de la Serra da Mantiqueira y varios exaltados que se han arrojado desnudos al mar, festejan en orgías chapoteantes de alegría y alcohol.
Pero en el minuto diez, de contragolpe, el cinco argentino se gambetea a dos en el centro de la cancha y tira el pase –un pase largo, al ras del piso–, que deja al nueve en posesión limpia del balón, de frente al arco, en la esquina izquierda del área brasilera; entonces viene el amague, un defensor que se queda pagando y contra todo pronóstico, en vez de pegar el bombazo, viene el pase al diez –un pase lento, de billarista–, que lo deja solo en el centro del área; nadie lo esperaba –mucho menos el delantero–, que ante la sorpresa pega una patada débil, un poco apresurada, que va a colarse entre las piernas de un arquero que sale desesperado a achicar el arco.
En la 9 de Julio hay besos, gritos y abrazos. Millones.
Algunos gimen y se retuercen en el piso, otros putean de la alegría. Hasta que una muchacha –morocha, labios gruesos, cola redonda y pechuga como para todo un equipo–, revolea su remera por los aires y entrega sus hermosos pechos bamboleantes a modo de ofrenda ritual.
Esta acción arrebatada es bienvenida por la concurrencia masculina, y aunque al principio hay empujones y peleas, todo empieza a ordenarse cuando en una reacción en cadena varias muchachas imitan la ocurrencia.

Y todo aquel festejo fue de pronto un tumulto de manotazos, gemidos y ropas que volaban por el aire. Los más puritanos se limitaban a mirar o a acariciar una nalga, –por compromiso–, los más exaltados gritaban, saltaban o se sacudían entre multitudes de cuerpos enrojecidos por el furor y la risa.
Ajeno a todo aquello, el partido continuaba en la pantalla, hasta que en medio del jadeo multitudinario, empezó a escucharse un rumor molesto.
Primero fue un comentario torpe, dicho en voz baja. Luego el murmullo empezó a cobrar fuerza. Hasta que tomó cuerpo en la maldita frase que repiqueteaba acá y allá: “Penal para Brasil…”
Un gigantesco baldazo de agua fría caía de golpe sobre la multitud y todos despertaban del ensueño, cubriéndose con lo primero que encontraban: papelitos, retazos de tela, ropas medio rotas.
La atención fue volviendo de a poco a la pantalla gigante y cuando el delantero brasileño acomodó la pelota en el punto penal ya la situación estaba más o menos recompuesta. Un número inconcebible de ojos taladraba la imagen. El silencio era total.
El jugador tomó carrera con la lentitud de quien se sabe dueño de la situación. Respiró profundo. Tiró su cuerpo hacia atrás para darse envión. Y tras una carrera corta pegó el chutazo.
¡Un chutazo que fue a parar a la mismísima mierda!
Entonces las ropas volaron otra vez en la 9 de Julio y ya no hubo forma de contener aquel enjambre orgiástico, versión agioarnada de El jardín de las delicias.
El partido terminó uno a uno y luego del alargue Brasil ganó por penales. Pero solo unos pocos se enteraron de la anécdota, ya que al promediar los treinta del segundo tiempo, en las pantallas gigantes se empezó a proyectar la película El trueno entre las hojas con la argentinísima Isabel Sarli.
“All you need is love, papa-ra-rará”, repetía por los altoparlantes la voz de John Lennon mientras la Coca era asediada por machos inescrupulosos que intentaban manotearle sus pechos monumentales. A través de la Plaza de la República, un hombre entrado en carnes, con disfraz de Batman, perseguía a una colegiala que huía dando saltitos divertidos sobre un mar de parejas jadeantes. Apeados sobre los canteros de la plaza, una legión de hinchas sudorosos cantaba a coro una canción picaresca, avivada por fogatas y ríos de alegría. Obras de teatro se improvisaron en las esquinas; en Lavalle y Pellegrini, una sátira del asesinato de Juan Moreira; en Corrientes y Libertad, un gordo vestido de mujer con una calabaza en la mano representaba a un Hamlet carnavalesco acompañado por malabaristas y cantantes desafinados. Un poliladron multitudinario, –sobre Lavalle, entre la avenida y Esmeralda–, se desarrolló tras largas deliberaciones para fijar las reglas; valía esconderse en los negocios y en los cines, pero no en los edificios ni en las galerías. Una mancha venenosa a lo largo de Corrientes convocó a los más pequeños y un partido de fútbol de “Vestidos contra Desnudos” –cincuenta de un lado contra cincuenta del otro– permitió a la concurrencia masculina lucirse ante las miradas de las muchachas que aplaudían cada jugada y festejaban los goles arrojándose sobre el autor y llenándolo de muestras de cariño de todo tipo. Los más pacíficos, por su parte, habían formado una gigantesca ronda y tomados de la mano giraban en torno al obelisco; anillo inmenso, un solo cuerpo que danzaba siguiendo el batir de los pies contra el piso; un pasito al frente, dos al costado, otro atrás, dos al costado otra vez.
Y la gente siguió llegando.
Desde los distintos barrios avanzaban hacia el obelisco, en procesión bulliciosa, multitudes que se sumaban al mar de algarabía, golpeando sus cacerolas, impulsados por el recuerdo de un reflejo atávico, familiar y compartido. Las rutas empezaron a poblarse con caravanas interminables que se dirigían hacia Buenos Aires mientras en la pantalla gigante, la Coca sonreía al país entero; y ahora el Flaco Spinetta cantaba, para alegría de todos: “Ahí va el capitan Beto, por el espacio…”.
A las dos horas empezaron a aparecer los gendarmes con sus balas de goma y gases lacrimógenos.
La resistencia de los hinchas era desordenada pero firme. Los más experimentados en estos asuntos lanzaban bombas molotov y los vehículos militares tuvieron que emprender la retirada por Corrientes, rumbo al Bajo, perseguidos por una horda vociferante armada con garrotes y caños arrancados de las esquinas.
Luego vinieron los tanques hidrantes; otro intento fallido por restablecer el orden.
Ahora la gente resistía la presión del agua protegiéndose con escudos de chapa, puertas y carteles de publicidad. El agua fluía en ríos por las calles y en las hondonadas se formaban piletones que no hacían más que alimentar la algarabía; grupos de bañistas, ajenos a la lucha que se estaba gestando, chapoteaban y se tiraban en clavados desde los techos de los autos.
La superioridad numérica era tan abrumadora que al rato los tanques yacían volteados como escarabajos, pataleando panza arriba; las pistolas apuntaban hacia el cielo y el agua caía sobre las cabezas en una lluvia de gotas finas.
Varios vehículos militares fueron capturados por los hinchas y ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, las armas se empezaron a repartir entre la multitud. Por los altoparlantes, la voz de Charly García cantaba ronca e hipnótica: “Cer-ca de-la revo-lución… el pueblo pide saaangre, cer-ca de-la revo-lución...”. Varios empezaron a cantar la marcha peronista; otros, indignados, abuchearon la ocurrencia y empezaron a entonar la marcha de la Internacional Socialista; este contrapunto se fue mezclando con otras marchas políticas y hubo varios que coreaban lo primero que se les venía a la cabeza –el himno a Sarmiento, la marcha del deporte, cantitos de hinchada–; la informe masa de voces se sorprendió de pronto cantando el himno; “Oooh jureee-mos con glo-ria mo-rir, Oooh jureee-mos con glo-ria mo-rir… “; esta comunión inauguró una nueva ola de algarabía y desenfreno, avivada ahora por la multitud de carne nueva que no dejaba de llegar desde los confines de la patria.

Ante la abrumadora resistencia, las fuerzas del orden no tuvieron otra opción que replegarse y volver hacia las estaciones de Constitución y Retiro donde habían instalado los regimientos de campaña.
Soldados, armas y tanques no paraban de llegar hacia ambas terminales.
En Retiro se concentraba la infantería pesada y la caballería; repiquetear de miles de herraduras sobre las baldosas, olor penetrante de la bosta, tensión en los rostros de los soldados que esperaban la orden para salir a la calle. Los baldosones del Hall de Constitución, estaban cubiertos por montañas de armas apiladas, fusiles, metralletas y pistolas; a un costado de las boleterías, los generales terminaban de trazar el nuevo plan.
La voz de uno de los comandantes se escuchó sobre el murmullo de los miles de soldados. Las directivas eran claras y precisas. Era necesario restablecer el orden a cualquier precio.
Pero hubo algo que las autoridades no esperaban; un grupo heterogéneo había improvisado un plan de resistencia.
Al promediar el segundo tiempo habían derribado las puertas del local de hamburguesas frente al obelisco y allí montaron el cuartel de operaciones. Sobre las mesas instalaron el arsenal de armas capturadas y varios teléfonos celulares arrebatados de los locales aledaños, indispensables para la comunicación y coordinación del grupo.
Todo se fue planeando en el fragor de los acontecimientos y cuando llegó la noticia sobre los cuarteles de Constitución y Retiro, decidieron avanzar, antes de que fuera demasiado tarde.
La noticia corrió de boca en boca, veloz como un rayo, mientras ese cuerpo multitudinario, feliz y enardecido, empezó a sentir, sin pensarlo, –como presienten los animales la tormenta–, que el momento de dar batalla había llegado.
Esta vez era todo o nada.
De a poco se fueron aplacando las orgías, los juegos, los coros y las obras de teatro, hasta que la tropilla aulló en un sólo grito antes de lanzarse mitad hacia Retiro, mitad hacia Constitución. El temblor de los pisotones de este cuerpo inmenso, que no dejaba de crecer, destrozaba los vidrios de los edificios a su paso y desde el cielo enrojecido por el fuego llovían como gotas los cristales astillados; el repiqueteo de los cacerolazos retumbaba entre los gritos mientras la corriente avanzaba por la 9 de Julio, alimentada por los ríos que llegaban desde Córdoba, Venezuela, Chile, Tucumán. Fue entonces cuando desde el local de hamburguesas se ordenó que los trenes arribaran a Retiro. A los cinco minutos hacían su llegada al mismo tiempo unas cuarenta formaciones desbordantes de nuevos desaforados, reclutados a lo largo de las líneas Belgrano y San Martín. Esta multitud cayó sobre los soldados al mismo tiempo que las hordas venidas desde la 9 de Julio. Con la sorpresa y la ferocidad de un maremoto. El relinchar de los caballos desbocados se confundía con las estampidas de los fusiles y los aullidos de dolor de los heridos; algo parecido era Constitución, humareda negruzca y olor a pólvora que tornaba el aire irrespirable.
Fueron dos batallas marcadas por la inexperiencia y la abrumadora superioridad numérica de la muchedumbre; luego de varias horas de avances y retrocesos en las calles y en los andenes, la victoria se selló casi al mismo tiempo en los techos ennegrecidos de Retiro y Constitución.
A las pocas horas ya se montaba en la Avenida la histórica Asamblea de la Plaza de la República mientras sucesos similares repicaban en todo el país. Por las radios y canales de televisión se empezó a gestar el primer intento de organización conjunta entre las asambleas, que se iban reorganizando en los barrios, retomando experiencias pasadas. La Asamblea Constituyente, convocada a los pocos días, fue el escenario de los debates urgentes.
Fieles al espíritu que había precipitado los acontecimientos, cuando las discusiones se estancaban en posturas irreconciliables, la cuestión se definía con un picadito mixto. Durante el partido, los odios acumulados en las discusiones se transformaban en violentas planchas, zancadillas y arañazos. El equipo vencedor imponía su postura y todo terminaba en un enorme festejo por el acuerdo obtenido.
Gracias a aquellos debates interminables y caóticos, –en los que las diferencias ideológicas solían definirse a las trompadas–, se consiguió ir instalando muy de a poco un nuevo orden, bastante más igualitario, libre y fraternal. Una coyuntura favorable esparció el ejemplo democrático por toda Latinoamérica y está claro que aquello fue la culminación de algo que se venía gestando desde hacía mucho tiempo en el espíritu de los pueblos. Como diría un famoso colega: “El historiador no debe buscar la razón de la explosión en la cerilla del fumador sino en la fuerza expansiva de los gases”.
Pero sobre estas teorías, ya hay mucho escrito.
Lo que falta en los manuales de historia es lo que he compilado trabajosamente y comparto con ustedes en las páginas que siguen. Esas ´Anécdotas de la 9 de Julio´ que se desarrollaron durante aquellas primeras noches, entre fogones y cantos, aullidos y explosiones; cuando empezamos a mirarnos a los ojos, sin entender cómo había sido posible todo aquello, –asombrados, aturdidos–, mientras en las pantallas de la 9 de Julio, desprejuiciada, alegre y feroz, la gran morocha argentina no paraba de chapotear.

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